Elías Murciano, chef de Citra
Un alquimista judeovenezolano en los fogones de Madrid
Tartar de salmón con guacamole, kilos de infusión de pepino; sopa de alcachofas rustidas con salmonetes y aceite de vainilla; corvina asada con puré de patatas cremoso, acelgas rojas y espárragos trigueros; soufflé de chocolate con espuma de piña y helado de frambuesa; mousse de chocolate blanco con sopa de mango y sirope de granada. Esas son algunas de las fórmulas que propone en Madrid el exitoso restaurante Citra, propiedad de tres emprendedores jóvenes judíos venezolanos. El chef, Elías Murciano, pese a su aún breve edad, se ha fogueado ya en algunos de los más célebres restaurantes del planeta —con los chef Ducasse, Berasategui y Winkler—, siendo su propuesta una exquisita cocina mediterránea de autor, cuya sazón, colorido y calidad la hizo merecedora hace unas semanas del calificativo de “mejor restaurante nuevo de Madrid” por parte del New York Times
Soleada tarde, soleadísima para un otoño tan diluviano. Esas cosas pasan en Madrid. Y pasan, sobre todo, cuando uno se enrumba al lorquiano lugar del duende, el de las raíces que se clavan en el limo.
Citra es lugar de duende, no cabe duda. Y no porque hace poco el New York Times lo catalogara de “mejor restaurante nuevo de Madrid”; no porque lo halaguen los principales críticos gastronómicos de la comarca; no porque el bello barrio de Salamanca le endilgue sus pericias de sosiego. Citra tiene duende porque al mando de sus fogones hay un verdadero artífice de maravillas: Elías Murciano, un jovencísimo chef judeovenezolano, formado en algunas de las más prestigiosas cocinas del mundo, capaz de entusiasmar a sus comensales hasta lo religioso.
El restaurante —en el emblemático número 18 de la calle Castelló— ostenta una gastronomía mediterránea de autor, con acentos franceses y vascos, de la que no se ausentan dejes asiáticos, legados familiares sefardíes y una pícara creatividad rastreable en los días caraqueños de su chef. La atmósfera del local —neoyorkina, íntima, sobria— es obra de los reputados interioristas Ignacio García de Vinuesa y Juan Sobrino.
Citra —en latín “del lado de acá”— es el vocablo idóneo para convocar el espíritu que late en Murciano y sus socios, venezolanos todos y egresados del SEC que, aunque con varios años en España, continúan sintiéndose “del lado de allá”. Geraldine Wahnón e Isaac Bendrao comparten con el chef años de infancia y adolescencia, pero sobre todo ímpetu y ganas de llevar el restaurante a las estrellas —Michelin, claro está—. Mientras Murciano se concentra en el maridaje de productos de muy diversa procedencia, Wahnon y Bendrao cuidan los detalles logísticos y administrativos, y hasta fungen con frecuencia como maitres con el propósito de consentir a su muy selecta clientela.
El restaurante se divide en dos zonas muy bien diferenciadas. En la primera, compuesta por una acogedora barra, cinco mesas y un par de sofás, se sirven de manera informal pinchos y “cocina en miniatura”. Más allá, en el salón formal que acoge a unas cuarenta y dos personas, mesas elegantemente ataviadas permiten la degustación de un menú a escogencia, que propone para este otoño ocho entradas, cuatro pescados, cuatro tipos de carne y cuatro postres. Además cuentan en esta estación con un Menú de degustación y otro llamado Menú de degustación gastronómica, exquisito paseo por las sensuales especialidades de Murciano.
Historia formal de un paladar
Elías Murciano se graduó en el Liceo Moral y Luces “Herzl Bialik” en 1994. Una indecisión vocacional lo llevó a intentar estudios de Derecho y luego de Ciencias Políticas y a pasar una temporada en un kibutz en Israel, donde no por casualidad trabajó en la cocina. Sin embargo, la idea de ser chef no se asomaba entonces, aunque había rotundos indicios de que ese podría ser su destino: “De pequeño, cuando llegaba a mi casa, hacía un merengue italiano con limón rallado y me lo llevaba a mi cuarto para ver la tele. Siempre me gustó la cocina porque mi familia estaba todo el día metida en ella. Mi abuela me inculcaba el comer cosas deliciosas como couscous, calabaza glaseada o cordero. Y las fiestas judías eran celebraciones de comer y comer y comer. Por otra parte, mi abuelo materno tuvo un hotel en Melilla hace cincuenta años y mi abuela materna regentó restaurantes en París y en Argelia, de lo que me enteré hace apenas dos años. Y eso me conmueve por dentro, me hace dar gracias a Dios por esa vena de sacrificio que tengo por la cocina, pues la cocina, aparte de ser un arte, es bastante sacrificada, hay que amarla para estar en ella”.
Un día un amigo le contó a Murciano sus intensiones de ser chef y Murciano de pronto se vio también vestido de blanco. Y ahí comenzó todo. “Nunca antes se me había ocurrido ser chef, aunque me gustaba cocinar e invitaba amigos a comer mis propias preparaciones. Yo era incluso mañoso con algunos productos como la remolacha, que no puedo ni ver, pese a que hoy en día aprovecho su esencia y color para hacer una reducción que mezclo con puré de apio y nabo. Cuando pensé que quería ser chef, me metí de lleno. Llamé a mis padres y les conté. Mi madre se impresionó y mi padre se extrañó. No se opusieron, pero los tenía nerviosos después de no haber empezado ni terminado dos carreras. Ya en ese tiempo mi amigo y hoy socio Isaac Bendrao me preguntaba dónde me veía en diez años y yo le decía que en mi propio restaurante”.
En 1997 Murciano se graduó con honores en el Culinary Art Institute de Florida e inmediatamente viajó a Málaga, donde vivían ya sus padres, pues si de algo estaba seguro era de que deseaba estar en el Viejo Continente. “Europa es la cuna de la buena cocina, aunque Estados Unidos aporte los mejores equipos. Mis maestros me decían que Europa era muy fuerte, que había mucha competencia. Me decían, quédate aquí y te reconocerán a la larga. Pero yo sentía que para mí la historia podía ser distinta, pensaba que cada quien es lo que arriesga. Hoy miro hacia atrás y sigo diciendo que no cambio Europa por Estados Unidos. Hay que ver las cosas con objetividad, y la cocina que yo hago tiene mayor demanda en Europa que en Estados Unidos, por lo tanto, aquí me siento más feliz”.
En la sandunguera Málaga, el novato chef no estaba a gusto y con inquietísimos veintiún años se fue a Nerja, pueblo mediterráneo donde trabajó en un hotel cuatro estrellas. Gracias a su muy particular carearse con las alquimias del fogón, su jefe lo invitó a trabajar en un restaurante en Palma de Mallorca. De regreso a Málaga, gracias a la Junta de Andalucía, hizo un curso con Miguel de Palma y obtuvo el primer lugar entre quince pupilos, lo que le dio derecho a una pasantía de lujo en el restaurante de Martín Berasategui, uno de los grandes renovadores de la cocina vasca y reconocido entre los mejores del mundo.
Con Berasategui estuvo un fructífero año y llegó a ser jefe de una partida de cocineros. Pero en busca de nuevos sabores quiso probar suerte en Francia. Por nuevos giros del destino fue a parar a los mesones del gran Alain Ducasse, el primer chef de la historia en obtener seis de las codiciadas estrellas Michelin a la batuta de dos restaurantes. Ducasse estaba en ese momento en la cúspide de su carrera, inaugurando la carta otoñal de su propio restaurante en el glamoroso hotel parisino Place Athénée, en cuyo equipo fundador estuvo Murciano: “Francia es muy dura, hay mucho trabajo por delante. Me costó mucho asimilar las diferencias entre España y Francia, porque España es un país un poco más campechano y dado con las personas; los franceses son duros, pero son buenos y grandes profesionales en el área de hostelería. En la cocina de Ducasse empecé a saber realmente lo que es la tradición francesa, mezclada con la alta cocina y el mejor producto del planeta. Ducasse utiliza muchos productos franceses, pero también japoneses, italianos, españoles. Él no se casa con nadie. Eso fue un gran impacto para mí, pues estamos hablando de costos muy altos, de que una persona paga por sentarse a la mesa cuatrocientos euros o más. Con Berasategui y Ducasse tuve la oportunidad de saber y conjugar dos teorías y dos prácticas distintas: Ducasse es el genio y la disciplina, Berasategui en cambio es el ingenio innato, es un gran empresario cocinero, pero tiene una particular manera de ver sus platos. Yo respeto a Berasategui como maestro y amigo y lo tengo como referente”.
Al finalizar su aprendizaje con Ducasse, Murciano partió hacia Marbella, donde consiguió trabajar con el estricto tres estrellas Heins Winkler. “Llegué al Lido porque vi en una revista su ambiente, la cocina, los platos. Me presenté con toda la cara dura del mundo y le di a Winkler mi currículum. Era bastante raro este chef, no quería españoles, pero cuando verificó que yo no era español y que tenía cuatro idiomas en la cabeza y había viajado por todo el mundo, me dio la oportunidad, me quería ver cocinar. Me quedé ahí un año. Y justo cuando me fui le dieron la estrella Michelin, cosa que me dio una rabia…”
Nostalgias que conducen
“En el año 2001 de pronto sentí que había pasado demasiado tiempo afuera, que quería estar cerca de los amigos de infancia y del colegio, y esos amigos estaban en Madrid. La aventura que viví todos esos años fue muy importante para mi personalidad, pero me volví melancólico, me pregunté dónde estaban mis amigos, necesitaba de ellos para estar equilibrado. Hice un par de llamadas y resuelto el tema: decidí venirme a Madrid a empezar una nueva vida y tal vez a pensar un restaurante”.
Y dos de esos amigos que fue buscando en Madrid pronto fueron sus socios: “En ese momento yo venía un poco despistado, no tenía mucha idea de esta área y no pensé que los amigos pudieran mezclarse en esto. Pero de nuevo una conversación con Isaac Bendrao nos dio la idea, ésta vez, una para ambos. Siempre tuve claro que quería tener un restaurante propio, me parecía la meta más importante. Y aunque la gente me dijera que tener un restaurante traía problemas, yo seguía insistiendo, costase lo que me costase, yo quería tener mi propio restaurante. Y estoy feliz, tengo un restaurante precioso, luminoso, encantador, con una buena cocina, un buen ambiente, un servicio profesional, unos socios maravillosos”.
Citra se inauguró en septiembre del 2004 con grandes expectativas: “Para la carta inicial no hubo que pensar mucho, porque había un festival otoñal precioso. Y con la emoción y la ilusión se hizo una propuesta. Esa creatividad que ya yo tenía hacía que las manos me picaran a la hora de confeccionar los platos. He tratado de conseguir un equilibrio entre lo máximo de calidad, la temporada que corresponde y una cocina presentable que perdure durante los tres meses de la estación”.
Murciano habla con humildad del oficio, se sienta serenísimo a la mesa de quien esto escribe, aunque con un ojo en el grabador y otro en las puertas que conducen a su templo creador. Dice haber conformado un equipo que le permite, justamente, alejarse por un rato de la cocina. “Sigo formándome todos los días, investigando a través de la prensa, restaurantes, amigos, haciendo pasantías. También salgo a comer, me informo a diario sobre restaurantes nuevos y viejos, para ver si estoy detrás o delante. Los cocineros debemos ir todos juntos delante, porque a quien sale más adelante le cortan la cabeza. Por eso, los chef de los jóvenes restaurantes de Madrid somos todos amigos, compartimos recetarios, salimos a comer juntos, no tenemos secretos, avanzamos en grupo”.
¿Y los iniciáticos sabores de la casa, el pasado, dónde quedan? “Vi a mi madre muchas horas metida en la cocina dirigiendo. Y yo en una esquinita, montando un merengue italiano para llevármelo a mi cuarto. Uno es a nivel gastronómico lo que se formó en la casa. Los maestros pueden influir, pero quien educa el paladar es la madre, comilona tras comilona. Sin embargo, hoy en día mi madre y yo ya no podemos estar juntos en una cocina. Ella dirige mucho, es mi primera fan pero también mi primera crítica, es muy exigente. No compartimos recetas porque siempre uno trata de superar al otro”.
Del futuro, la espera
En lo inmediato Elías Murciano experimenta sobre un platillo que llevará rape —monkfish, pescado de consistente carnosidad—, puré de apio y remolacha, con almejas y vinagreta acidulada. Para luego le gustaría hacer una familia con todas las de la ley. Pero mientras aparece la persona ideal —valga aquí la justa propaganda para este provocativo soltero nacido en 1977—, se concentra en el futuro de Citra y su formación gastronómica: “Quiero que esto sea bueno, intenso y perdurable, que es lo más importante. Lo primero que hay que hacer es levantar el restaurante totalmente y empezar a ver por otros proyectos. Lo ideal para un chef es tener un restaurante mimado y otro par de sitios para tener mayor proyección, quizá en otro lugar del mundo”.
© Jacqueline Goldberg.
Publicado en Nuevo Mundo Israelita, 2003.
viernes, 31 de agosto de 2007
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