viernes, 31 de agosto de 2007

Carlos García:
"Mis ingredientes básicos son son honestidad, trabajo y buenos cuchillos"


Desde la medianoche del pasado 27 de febrero, la rutina del Carlos García cambió para siempre. Fue su última vez en Malabar, donde por cuatro años oficiara una cocina voluptuosa, de sofisticados contrastes. Fue la última cena servida en el restaurante que, gracias a él, ha aportado tildes de excelencia a la pequeña historia de la gastronomía caraqueña reciente.

Lo que apenas comienza a ser pasado resurge con devoción en la memoria de este cocinero de estatura, bondad y aspiraciones elevadísimas: “Vine a Venezuela de vacaciones para la Semana Santa del 2003 y me ofrecieron el interesantísimo trabajo de segundo de cocina en Malabar. Después de casi nueve años estudiando y trabajando en España era lo que deseaba y me quedé. Al poco tiempo fui jefe de cocina. Pero como todos tenemos sueños e ilusiones, hoy me retiro para tomar la oportunidad de montar mi propio restaurante”.

García no le teme a aquello de las contenciones cabalistas y habla con soltura de lo que será, hacia mediados de este año, su nuevo templo: “Un restaurante muy pequeño, como soñamos casi todos los cocineros. De tan solo treinta y seis cubiertos. En un bellísimo local de los Palos Grandes. Por ahora barajo el nombre de Alto, porque el espacio tiene unos seis metros de altura, con dos árboles hermosísimos dentro del local. Allí ofreceremos una cocina como la que venía haciendo en Malabar, pero más detallada, con servicio personalizado; un cocina de altura, como aquella que hubo en Caracas a principios de los años ochenta, impecable, con atención maravillosa y, espero, con la calidad que sueño”.

Reminiscencias para siempre
La rutina de García se ha vuelto premura. Por unos meses cambió fogones por concreto y granito. Sus días ya no se concentran en salpimentadas carnes ni salsas espesas, sino en la correcta colocación de pisos y muros. Aunque extraña la calistenia cocineril, se enorgullece del giro de timón que está dando su vida —recién casado, además— y aprovecha para hacer el pertinente balance: “De Malabar me queda la maravillosa y grata experiencia de dejar un equipo de los más preparados y eficientes. Sin duda seguirá siendo uno de los grandes restaurantes de Caracas. Puedo asegurar que allí se desarrolló mi capacidad de trabajo en equipo, el saber que no todo se hace como yo quiero, sino que hay situaciones contrarias y que existe la posibilidad de manejar las cosas de otra manera y bien. En Malabar pude desarrollar todo lo que quise, porque nunca hubo ningún tipo de impedimento a mis propuestas. Tuve la posibilidad de conocer nuevos productos y una cultura gastronómica completamente diferente a la que yo venía trabajando en España, lo cual me enseñó, entre otras cosas, a comprender que existen muchas formas de pensar en una mesa, que no es lo mismo servir una mesa en Venezuela, Perú o Malasia”.

La travesía esencial
Antes de vestir el delantal de Malabar —gorro no, porque nunca más lo usó desde que fuera Jefe de cocina— y de hacerse merecedor en el 2006 del Tenedor de Oro, que otorga la Academia Venezolana de Gastronomía, García (nacido en Caracas en 1973) venía de una travesía formativa de alto vuelo. Tras fallidos intentos en las aulas de Derecho y Administración, optó por dar cauce al gusto por la cocina que muy intuitivamente desarrolló junto a la familia. Estudió en la Escuela de Hostelería Hoffmann en Barcelona y trabajó en celebérrimos restaurantes ibéricos como El Bulli, de Ferran Adriá (con tres estrellas Michelin); La Broche, de Sergi Arola (portador de un dueto de las Michelin); El Racó d'en Freixa (una estrella Michelin); Mantequería Ravell, Relais & Chateaux “Sont Gragnot” en Menoría y el Restaurante Seltz.

De su paso por esos renombrados laboratorios de la gran gastronomía planetaria le quedan algunas conclusiones: “Cuando empecé a trabajar en El Bulli tenía las mayores expectativas, pensaba que iba al mejor restaurante del mundo. Cuando salí me di cuenta que no llené mis propias expectativas pero aprendí, por ejemplo, que el ser humano es capaz de reirse y disfrutar de cualquier condición extrema, porque allá el trabajo era muy duro, muy difícil, diecisiete horas diarias de presión, de gritos. Y todos los días la pasábamos bien. También estar en El Bulli me ayudó a entender que uno como cocinero —y también el comensal— se puede divertir cocinando y comiendo, más no creo que esa es la comida que me gustaría para todos los días. Después de pasar por El Bulli me di cuenta de que a mi lo que me gusta es sentarme a comer un buen plato, que la sorpresa me venga tan solo de uno o dos elementos y no de la integración de múltiples sorpresas”.

Los sabores indispensables
De su recorrido —que no largo aún pero si consistente— quedarán por siempre en el menú de García, vaya donde vaya, cuatro platos: Fondant de auyama, el Te de queso Brie con trufas y manzanas, su Cochinillo confitado y la Pierna de cabrito. “A todos los cocineros les preguntan cuál es su estilo o carácter, pero considero que si acaso hay cinco cocineros en el mundo que puedan decir que tienen un estilo. Yo lo que tengo es una asociación de ideas, una asimilación de conocimientos que se ponen en práctica. Siempre estoy abierto al trabajo en equipo, a la armonía en la cocina”.

Si bien la matriz de su sazón es catalana, señala que trabajar con productos de esta Tierra de Gracia ya hace que sus complejas fórmulas se inscriban en la vastedad que es hoy la culinaria nacional: “Por el solo hecho de interesarme cada día en mi historia y en la memoria de la abuela —la mía fue estupenda cocinera— ya mi cocina es venezolana. A mi me gustan los puntos de sabor dulce, ácido, picante, que son propios de nuestra gastronomía. Los sabores de la infancia nunca se olvidan, son los que marcan a cualquier cocinero y a todas las personas. Son sabores que buscamos y necesitamos”.
Y del recetario criollo, aunque no lo emprenda profesionalmente, admira “la Olleta de gallo negro, sobre todo las que hacen Mercedes Oropeza y Francisco Abenante, cuya capacidad de trabajo convierte un producto tan difícil como el gallo, en algo sedoso, delicado y elegante”.

Al intentar hacer un listín de sus productos preferidos, merodea los pescados, el chocolate, el ají dulce, pero afirma que, “aunque suene romántico, los tres ingredientes básicos de mi cocina son honestidad, trabajo y unos buenos cuchillos. Lo demás es el día a día”.

© Jacqueline Goldberg.
© Fotografía: Liliana Martínez
Publicado en la revista Papa & Vino. No. 9. Maracaibo, 2007.
Marc y Steve Provost
Padre e hijo en la misma cocina


Dos generaciones de una misma familia trabajan juntas
al frente de Le Petit Bistrot de Jacques, emblemático refugio de la cocina tradicional francesa en Caracas. Marc Provost aprendió junto a su padre, Robert Provost. Ahora toca a él guiar los primeros pasos de su hijo Steve



Con los Provost no se cumple aquello de que “en casa de herrero cuchillo de palo”. Son ya tres generaciones de cocineros dedicados a ofrendar la sazón tradicional francesa en Caracas. El abuelo, Robert Provost, comandó el legendario restaurante El Gazebo. Junto a él se formó su hijo, Marc Provost, hoy dueño y chef de Le Petit Bistrot de Jacques. Y al final de tan prodigiosa genealogía —al menos por lo pronto— se halla el nieto, Steve Provost, que con 21 años apunta hacia prometedores caminos.

Las mesas de Le Petit Bistrot de Jacques presencian hoy el secreto sueño de los Provost: preservar la pasión familiar por la cocina regional francesa de carácter clásico. Allí dos generaciones, reunidas desde hace un año, convocan una acompasada relación profesional no exenta de los forcejeos propios de la restauración de alto vuelo.

El padre
Marc Provost —parisino nacido en 1961— fue llevado a los dieciocho meses de edad a la isla de Martinica, pero a los catorce años regresó al terruño para estudiar hotelería y cocina.
En Francia se entrenó con prestigiosos chefs como los hermanos Troisgros, Allan Chapel, Marc Meneau, Paul Bocuse y Jean-Michel Lorain, todos portadores de estrellas Michellin.

Al llegar a Venezuela en 1981, entró a trabajar en El Gazebo, donde su padre era chef y socio. Comenzó como pastelero, pero pronto llegó a ser subchef y en 1986 quiso independizarse. Fue entonces cuando abrió en Parque Central el Provost Pub, cuya permanencia se vio enturbiada por la inseguridad del complejo de edificios.

Más tarde decidió probar suerte en Canadá —trabajó seis meses en el Relais Châteaux Manoir des Érables— pero el frío lo espantó y en 1991, de regreso a Caracas, entró como socio minoritario de Jacques Bouvet —otrora maitre de El Gazebo— en el local de Le Petit Bistrot de Jacques en Las Mercedes. A partir de 1998, cuando el restaurante se mudó a su actual sede en La Castellana, se convirtió en socio y tomó las riendas de los fogones. A Marc Provost se le enciende la voz cuando explica el destino que lo ha reunido con su hijo en una misma cocina: “Cuando él quiso aprender cocina le dije que no deseaba que lo hiciera conmigo. Lo mandé a Francia. Yo deseaba que él empezara en un restaurante pequeño, donde se aprende la base de la cocina y se hace de todo, porque cuando se trabaja en brigada en un restaurante famoso uno se queda en una sola partida. Yo sabía que llegaría el día en que nos encontraríamos para trabajar juntos”.

El hijo
Steve Provost nació en Caracas en 1985. Estudió en el Colegio Francia. A los 14 años creyó definida su vocación cocineril. Anunció a su padre, Marc Provost, que dejaría de estudiar y éste aceptó a condición de que fuera de inmediato a trabajar con él
en el restaurante. Una semana después estaba de vuelta a los estudios. A los 16 años expresó al siempre solidario padre que deseaba conocer Nueva York. Marc Provost admitió sin reparos
sus apetitos pero exigió que, además de pasear, se sumergiera un mes en el restaurante Man Ray, de su amigo Frederic Kieffer.
Y así fue.

A los 18 años, cuando se graduó de bachiller, desconcertó al padre diciéndole que necesitaba despejar su mente y salir de Venezuela. Marc Provost no dudó en enviarlo a Francia, pero una vez más antepuso a cualquier rutina turística días de faena en un restaurante. Fue así como Steve llegó en Saumur a casa de Jean-François Boudin, antiguo chef del restaurante caraqueño Emeritus y dueño de L'Aubergade en Gennes, en la magnífica región del Pays de la Loire.

“Siempre estuve involucrado en la cocina por mi abuelo y mi padre”, cuenta Steve con el ímpetu que otorgan las resacas de la adolescencia. “Pero por muy raro que parezca no llegué a la cocina por ellos si no por Boudin. Fue en su restaurante en Gennes donde me picó el verdadero gusto por la gastronomía. Fue él quien me propuso asistir a la Escuela Hotelera de Saumur, donde me gradué como técnico superior en cocina”.

Su ruta profesional comenzó entre auténticos fulgores. Hizo pasantías primero al restaurante de Marc Meneau en Vézelay, hoy tres estrellas Michellin. Luego se puso a las órdenes de Jean Michelle Lorrain en la Cote Saint Jacques, también tres estrellas y amigo personal de su papá.

“Me iba muy bien en Europa, pero la nostalgia me hizo regresar a Caracas. Me hacían falta mis padres, mis amigos. Extrañaba al país. Aquí todo es más cálido. Llamé a papá y le dije ‘me quiero regresar’, y él respondió ‘vente, las puertas están abiertas’. Llegué un domingo y el lunes empecé a trabajar. Eso fue en julio de 2006”.

La jerarquía necesaria
Hace apenas tres meses que Steve Provost se convirtió en subchef de su padre en el turno nocturno. Marc Provost llega al restaurante cerca de las 9:00 am para poner todo a punto y Steve arriba a la 1:00 pm para trabajar en el servicio del almuerzo. Luego es él quien se encarga del mise en place de la cena, que atiende junto a su padre.

“Durante este año en Caracas he estado muy cerca de mi papá, porque la cocina que conocí en Francia es muy distinta a la que se hace aquí. La relación entre nosotros en la cocina es amena, aunque complicada, porque chocamos en nuestras formas de trabajar. Él es muy estricto, he aprendido mucho de él. Hay respeto, pero también confianza. Durante los siete u ocho primeros meses no hubo un día en que no me regañara. Cuando siento que es un regaño justificado lo acepto, puedo ponerle mala cara, pero lo acepto. Y cuando siento que se trata de un regaño que no tiene que ver conmigo, ahí si no lo tolero mucho. Pero nunca expreso rebeldía, jamás tiro el delantal o los platos, porque eso es respeto al chef”, explica Steve.

Por su parte, Marc Provost no oculta sabiduría: “Por encima de todo tratamos de respetarnos. En una cocina ya de por sí el chef tiene que hacer el papel de padre, director, maestro, porque tiene a su cargo muchas personalidades y puntos de vista. Hay que estar pendiente de cada miembro de la cocina en medio de mucho nerviosismo y presión. Pero con mi hijo, por los momentos, no hay problema. Cuando no hemos estado de acuerdo discutimos y ponemos las cosas en su lugar. Mi hijo tiene carta libre para introducir cualquier plato de su creación, pero lo que le digo es que haga el plato y vea si tiene salida, si es así lo dejamos fijo y si no hay que eliminarlo. Le digo que no porque un plato se venda en Francia, en Japón o en Nueva York se tiene que vender aquí”.

Lo venidero
A Steve Provost le interesa saber todo de la cocina oriental,
le gustaría seguir estudiando en Japón o en Estados Unidos: “Estoy seguro de que me voy a volver a ir para profundizar
en mi cocina. Mi base es la cocina francesa, es lo que
aprendí en Francia y lo que sigo aprendiendo con mi papá aquí. Pero yo quisiera explorar y seguir mi camino. Soy un joven cocinero, todavía me falta mucha experiencia. No me considero chef. Ser chef no es un título que se obtiene en una escuela ni que uno mismo se puede otorgar. Eso lo decide la gente. Uno nunca termina de aprender, es lo que mi papá me ha enseñado. Chef es mi papá”.

Marc Provost acompaña —ya sin condición alguna— el crecimiento de su hijo: “Él quiso escoger esta profesión y este camino y yo lo que puedo hacer es apoyarlo y darle buen consejo como padre, como chef de cocina. Él ahora tienen que aprender sobre el paladar de los venezolanos, tiene que adaptar la cocina francesa para poder captar su clientela. Pero si mañana él me dice que quiere ir a Dubai a ganar dólares, tendré que responderle vete, como lo he hecho hasta ahora. Yo lo que he dicho a los jóvenes y sobre todo a mi hijo es que hay que ser humilde, sencillo, que a uno tiene que gustarte lo que hace, porque es una profesión esclavizante por su horario. Cuando la gente está de bonche uno trabaja. Es una profesión muy linda, al principio tiene doce años que son malucos, son los años del aprendizaje, de viajar y conocer otras cocinas y productos. Pero después viene lo bueno. Es cuando hay que montar algo propio. Esa espera, le repito a mi hijo, es el éxito de esta profesión”.


©Jacqueline Goldberg.
Publicado e E-Sabor. El Universal. 21 de julio de 2007-08-31 Fotos: Leo Álvarez y Mariana Green
Los caminos del futuro






Cuatro jóvenes cocineros y un teórico de la gastronomía hablan de los caminos por los que anda la cocina venezolana en este siglo XXI. La memoria y la sazón son los ingredientes en el recorrido que conduce de la tradición al mañana


Hasta hace treinta años la cocina venezolana era un enigma e incluso se llegó a pensar que no existía. Aunque nunca faltaron a la mesa hallacas, asado negro, arepas, caratos o majarete, poco se sabía de cómo se formó nuestro régimen alimentario. Se creía, además, que los buenos cocineros venían de fuera, sobre todo de Francia. La década de los ochenta del siglo pasado lo cambió todo, explica José Rafael Lovera, reconocido “gastronauta” —como él mismo se define en su más reciente libro— y fundador y presidente del Centro de Estudios Gastronómicos, CEGA. En esos años se asomaron las bases de lo que hoy es una cocina más sistematizada, que mira hacia el futuro con optimismo y confianza en sí misma.

Así, en 1982 se publicó el libro Mi cocina a la manera de Caracas de Armando Scannone, que recopiló con rigurosidad técnica y lenguaje sencillo todas y cada una de las recetas que forman parte del acervo gastronómico venezolano. En 1984 se fundó la Academia Venezolana de Gastronomía, cofradía de gourmets reunidos en torno a almuerzos o cenas con el propósito de estimular la práctica de la buena cocina. En 1988 se publicó la primera Historia de la Alimentación en Venezuela, escrita por Lovera y se creó el CEGA, institución formadora de cocineros que investiga y prepara lo mejor del repertorio culinario del país. En 1992 apareció la primera Guía gastronómica de Caracas, de la mano de Miro Popic. En 1994 comenzó a editarse la primera revista dedicada formalmente al sibaritismo, Cocina
y vino, criatura de Ben Ami Fihman. A esta cronología que, según Lovera, habla “de un inusitado desarrollo de la gastronomía”, se añade el surgimiento en la década de los noventa de variopintas escuelas de cocina y ya en este siglo el boom de la gastronomía en los medios de comunicación, la realización de una notoria cantidad de eventos, así como la edición de libros y recetarios y el surgimiento de chefs criollos en el panorama internacional.

Este despunte de la cocina venezolana, sin reñirse con nuevas técnicas o influencias foráneas, asume que lo fundamental es buscar la tradición, conservando la sazón y los ingredientes de siempre.

Una revisión
Víctor Moreno, chef ejecutivo del CEGA y conductor del programa radial Geografía del paladar, prefiere evitar las euforias que hablan de una nueva cocina venezolana. Señala que se trata, más bien, de una revisión de la misma: “Creo que no se están haciendo nuevas propuestas, no se está inventando nada. Lo que sí está pasando es que los venezolanos estamos redescubriendo lo que tenemos. Ha habido cambios desde lo estético, pero no de los ingredientes ni de la sazón”.

El historiador José Rafael Lovera indica que hasta hace muy poco se pensaba que la cocina venezolana era tan sólo asunto de casa: “Pero la gente se ha dado cuenta de que hay un elenco extraordinario y variado de platos que no tiene la vigencia doméstica de otros tiempos. Se han dejado de preparar muchas cosas y si bien el asado negro, por ejemplo, es un plato que parece evidente en los hogares venezolanos, yo aseguro que un asado hecho a la manera nueva —sin cambiar sus ingredientes, sino tomando en cuenta la puesta en escena en el plato— no lo va a encontrar en casa”.

El cántaro de la memoria
Los teóricos y oficiantes de las artes del fogón señalan que uno de los ingredientes fundamentales de nuestra gastronomía es la memoria, esos olores y sabores que subsisten como recuerdo de platillos degustados en la infancia, entre el cálido vocerío familiar.

David Akinin, chef del restaurante Maia —situado en las plácidas alturas de Galipán, frente al mar— y socio de Mercedes Oropeza en el proyecto La vainita orgánica, hace énfasis en la necesidad de mantener los sabores a los que estamos acostumbrados: “No podemos salir de allí, esos sabores están inmersos en nuestra memoria y hay que trabajar con ellos, son los límites. Lo que existe hoy es una reinterpretación de los mismos platos en cuanto a su presentación y combinación. Estamos en una etapa de reencuentro con nuestra cocina clásica, recobrando identidad a través de los sabores. Sin embargo, no debemos cerrarnos y creer que en un restaurante sólo vamos a encontrar pabellón. Hay muchas otras opciones que no estamos mirando con exactitud, como la carne en vara, que uno siempre imagina como plato de carretera y la verdad es que es una supertécnica: carne ahumada y a su vez confitada, algo del más allá con lo que se pueden hacer cosas muy interesantes”.

Mercedes Oropeza, rostro de la sección de sartenes del programa matutino Portadas, que transmite Venevisión, considerada una de las más lúcidas representantes de la actual cocina criolla y pupila dilecta de Scannone, acota que lo importante en la preparación de un plato es la honestidad y la escogencia de la materia prima: “Cuando pruebas un plato de la cocina venezolana, así sea una simple cremita de apio, te va a venir un recuerdo de tu casa, si en tu casa se cocinaba bien. Vas a sentir una conexión y eso lo logra el cocinero con la honestidad y la calidad de lo que está sirviendo. Scannone dice que la belleza del plato está en el paladar; es decir, en la calidad de la elaboración. Lo que importa es que la sazón sea leal”. Oropeza ofrece como ejemplo la olleta de rabo y el mondongo, trabajosos potajes que suelen degustarse en locales de carretera o areperas, pero que confeccionados con la rigurosidad de la alta cocina pueden alcanzar exquisitos niveles de excelencia: “La olleta hecha por alguien que se dedique a desgrasar el caldo, a deshuesar el rabo para llevar un plato final excelente, ya hace que te quedes con la cocina venezolana. Y no me parece que sea un plato ordinario. Puedo demostrar que una polvorosa de pollo, el asado negro, la olleta de gallo, el majarete, el arroz con coco, el escabeche o el mondongo pueden ser platillos de alta calidad y de una delicadeza sublime”.

Los lineamientos
Helena Ibarra, chef del restaurante Palms del Hotel Altamira Suites, sugiere alejarse de los discursos historicistas que abogan por una cocina de exclusiva genealogía mantuana. Defiende el legado de la tierra, los productos que aporta el mercado venezolano en este preciso momento. No parte de recetas preconcebidas sino de productos con los que su creatividad genera nuevas fórmulas, que son venezolanísimas por su origen y no porque se encuentren en el recetario de la abuela.

“Existe una nueva cocina venezolana completamente abierta. En la medida en que la labor del cocinero se profesionaliza adquiere un discurso mucho más amplio que ofrece ventanas hacia nuevos usos. Hemos pasado de un pescado frito, muy cocido, casi como una fibra, a aceptar que el pescado se puede comer crudo o muy jugoso. Las cremas, que antes se usaban como salsas, hoy son más ligeras. Hemos incluido en el menú una variedad de ensaladas otrora inimaginables. Antes los acompañamientos eran muy básicos —arroz, papas al vapor y vegetales— mientras que hoy la presencia de los puré de legumbres ha cambiado mucho las asociaciones en el plato. La arepa también está variando, se están haciendo reina pepeada de distintas maneras y te las puedes comer en un restaurante de lujo, cosa que antes era inaceptable”, dice Ibarra.

La chef habla del tequeño como otra muestra de los renovados aires que surcan la cocina de estos lares: “De ser una deliciosa pero elemental mezcla de agua, harina y queso blanco, ha pasado a experiencias como la tempura, el relleno de queso de cabra y el sirope de papelón”.

Cocina en ascenso
El complejo viaje emprendido por la cocina venezolana, aunque gustoso y necesario, no ha resultado fácil. Son muchos los que aún se oponen a la rara alquimia que genera conservar la sazón tradicional adaptándose a la vez a las influencias de cocinas extranjeras, a las cambiantes expectativas de los comensales, a los parámetros de la restauración y a esa mixtura que en general es el mundo contemporáneo.

Víctor Moreno concluye que aún falta mucho para que el venezolano aprecie su cocina “y para que quiera pagarla y comerla en un restaurante. Además, está afectando el que la mujer, en quien recaía la herencia de la tradición, es tanto o más competente que el hombre y ha cambiado el fogón por el laptop”.

Mercedes Oropeza, por su parte, asegura que en la medida en que “los muchachos que están estudiando se atrevan a hacer cocina venezolana de altura, el propio venezolano comenzará a creer más en su comida. Siempre hemos valorado más lo importado que lo nacional, eso nos persigue. Pero ahora, en momentos de crisis, la gente está viendo hacia dentro y se da cuenta de que tenemos un gran potencial y que vamos a llegar lejos”.


©Jacqueline Goldberg.
Publicado en E-Sabor, El Universal, 12 de mayo de 2007.

Fotos: Natalia Brand y Rodolfo Beer
José Rafael Lovera:
“Cuando comemos casabe estamos mordiendo un dinosaurio”


“Cuando comemos casabe estamos mordiendo un dinosaurio”, explica con erudición paternal el historiador José Rafael Lovera. Y no se trata de una exageración. El casabe es una pieza genealógica de la gastronomía venezolana. Condujo en días prehispánicos a la formación de los primeros asentamientos en los pie de monte andinos. Y es un milagro químico que convierte en noble pan el veneno de la yuca amarga. “Pero uno se come un pedazo de casabe tranquilamente sin pensar siquiera que hubo un inventor anónimo que transformó la muerte en vida, no pensamos que estamos ingiriendo una pieza que es prehistoria. Muchos jóvenes cocineros lo que buscan es aprender unas cuantas técnicas y no se dan cuenta de la importancia tremenda que tiene el hecho alimentario, la preparación de los alimentos desde todo punto de vista, incluso de la filosofía, la religión, la sociología y la historia”.
José Rafael Lovera sí que entiende de tales relaciones, por eso lleva la vida entera abordando la gastronomía venezolana con variopintas herramientas y contribuyendo a la formación de cocineros “ilustrados”. De allí su intenso recorrido: estudió Derecho, algunos cursos de Filosofía y una licenciatura en Historia; autor de las fundamentales obras Historia de la alimentación en Venezuela y El cacao en Venezuela: una historia, entre otras; Presidente Honorario y Fundador de la Academia Venezolana de Gastronomía; Director Fundador del Centro de Estudios Gastronómicos (CEGA); Individúo de Número de la Academia Nacional de la Historia y Miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia de España; Miembro de la Academie Francaise du Chocolat et de la Confiserie.
Tan honorables títulos tienen en Lovera una aplicación gustosa y muy bien aprovechada por alumnos y lectores. Su visión de la historia del yantar y su sinuosa escritura resultan tan apetitosas como un buen Pabellón Criollo, prueba de ello es su más reciente libro, Gatronautas, una recopilación de sus artículos y conferencias, originalmente publicado por el CEGA en 1989 y reeditado por la Fundación Bigott el año pasado.

Los caminos que nos trajeron al presente
Lovera habla de la cocina venezolana como asunto personal. Y lo es. Su propia historia le permite adentrarse en las grandes mayúsculas de la historia del país: “Mi interés por la cocina nació en el ámbito doméstico. En casa de mis padres tuve una cocinera, Paula Tovar, que en mi memoria vive con una intensidad grade. De niño yo no tenía la mejor conducta y cuando era castigado me mandaban a sentar en un banquito en la cocina. Afortunadamente, Paula no solo era una maga en la cocina —nunca he comido platos de nuestra tradición tan buenos como los suyos— sino también una gran narradora. Y en ese ambiente de aromas, de ruido de cacerolas, de cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, de explicaciones sobre plantas, se fue despertando un interés que ya no me abandonó nunca”.
Más allá de ese acercamiento iniciático, su perspectiva de los fogones nunca fue empírica. Insaciable su conocimiento, hizo más bien de la academia punto de partida. Apunta que la historia de la cocina nacional tiene raíces afincadas en tres culturas fundamentales a partir del siglo XVI: “Primero la europea, fundamentalmente la española y dentro de ella la andaluza. Tenemos la cultura indígena primigenia de nuestro continente americano y luego la africana. Esas raíces influyen en un régimen alimentario que ya para el siglo XVIII está definido con gran claridad en manuscritos que he consultado en mis investigaciones. A partir de allí, durante el siglo XIX, continua nuestro país recibiendo otras influencias, como la del norte de América, de donde nos vienen los pavos rellenos y el jamón, y la francesa, que cobra gran importancia y se une al hecho de que, sobre todo en la época de Antonio Guzmán Blanco, vienen cocineros desde Francia e Italia”.
Lovera resalta la supremacía de otras cocinas lejanas y exóticas, como la china y más recientemente la japonesa y la hindú, de las que poco se habla y que forman ya parte de nuestra cultura restauradora: “La presencia de los chinos en Venezuela llegó a instalarse para no salir más. Las otras presencias, como la italiana, francesa o española, han tenido una influencia más directa en el ámbito doméstico. La pasta, por ejemplo, aparece ya en documentos del siglo XVIII, que señalan que se comía en los hogares en forma de fideos en consomé”.
Para Lovera, en el fondo, la cocina tradicional ha cambiado poco: “Tenemos muchos de los mismos productos y platos de siempre, lo que existen hoy son diversas tendencias y sobre todos nuevas formas de presentar los platos tradicionales, de hacerlos más contemporáneos: “Los fantasmas médicos como el colesterol, así como un cierto aprecio por lo fácil, han hecho, por ejemplo, que se reduzcan las porciones, se cuide el lado estético, porque claro está que el comensal de hoy no es el mismo de hace cuarenta años”.

El CEGA, orgullo
El Centro de Estudios Gastronómicos es el hijo consentido de Lovera, el cumplimiento de un viejo sueño y hoy el hogar donde confluyen sus más certeras pasiones y casi todos sus almuerzos. Se trata de un centro dedicado al estudio y desarrollo de la cocina nacional, con una impresionante biblioteca —donada por Lovera— y una muestra de objetos y documentos valiosísimos del acervo cocineril criollo : “El CEGA nació en 1988 con la idea de reunir jóvenes cocineros para estimular el estudio de la profesión y de todas las materias relacionadas. Éramos al principio como una cofradía. Nos reuníamos semanalmente e invitaba especialistas en diversas áreas, como botánica o zoología. El CEGA ha tenido un gran desarrollo en los últimos años, se dictan talleres, cursos y un programa de especialización para cocineros, que deben entrar con un dominio básico de los fundamentos de la cocina, pues lo que buscamos es desarrollar destreza y sobre todo cultura. Al fin y al cabo la cocina, como muchas otras actividades humanas, es la conjunción maravillosa de manos y cerebro.”

©Jacqueline Goldberg.
Publicado en la revista Papa & Vino. No. 8. Maracaibo, 2007.
María Isabel Mijares:
"La vida nace muy cerca de la tierra y muere cerca del corazón del hombre"



Gracias a los buenos oficios de la Academia de Sommeliers de Venezuela, estuvo de nuevo en el país la sabia enóloga española María Isabel Mijares. Unos setenta amantes de las artes de la vid tuvieron la suerte de escucharla en el Hotel Tamanaco en Caracas, entre el 14 y el 18 de mayo pasado, en el curso “Análisis sensorial, sensual y sensitivo del vino”.
Miembro de la Academia Española de Gastronomía y Chevalier de la Orden del Mérito Agrícola del Gobierno de Francia, Mijares ha sido secretaria general de la Unión Internacional de Enólogos, vicepresidenta de la Unión Española de Catadores, vicepresidenta de la Unión Española de Sumilleres, vicepresidenta de la FIJEV (Federación Internacional de Periodistas y Escritores del Vino), presidenta de Equipo TEAM, asesor técnico Principal en Proyectos Vitivinícolas de la ONU y un larguísimo etcétera que no empaña la cálida sencillez de esta enóloga dedicada a esa mágica fruta “que nace muy cerca de la tierra y muere cerca del corazón del hombre”.
Mijares comenzó su curso estableciendo el recorrido que hace la uva del viñedo al vino, argumentando que es imposible hablar de caldos sin conocer su origen. En adelante sus disertaciones rondaron diversos temas: la viticultura; los factores vitícolas que afectan la calidad; las variedades de vid y sus cepas, su expresión sensorial; la influencia del terroir (terreno) en las evaluaciones sensoriales del vino; el proceso de elaboración de los vinos blancos, rosados, tintos, espumosos y especiales; las técnicas de cata y análisis sensorial; la denominación de origen, ventajas y desventajas.
Formada en el Instituto de Enología de la Universidad de Burdeos, Mijares reconoce que el vino se ha puesto de moda: “Sin embargo, hace falta mucha formación, todo el mundo bebe vino, todos quieres entenderlo y eso supone un esfuerzo. Por eso en este momento es más necesario que nunca que expliquemos un poco los fundamentos, para que se parta de bases sólidas, de lo contrario, dentro de nada habremos desorganizado totalmente este mundo vínico”.
Mijares, que ha remozado el lenguaje de la cata y asegura que el vino tiene alma, salta sin resquemor los husos horarios volcada a la docencia: “Para mi el vino no es un esfuerzo, es mi vocación, mi vida. Lo explico igual en España que fuera. Cada vez hay una mayor necesidad de intercambio, de conocer los vinos del mundo. Creo que quien se quede anclado en lo que conocía hace diez años, está atrasado, porque el mundo del vino es dinámico. Los países tradicionales en materia de vino, como España, tenemos mucho que aprender de los países emergentes y ellos de nosotros. Por eso me parece tan importante la labor que están haciendo la Asociación Venezolana de Sommelies y la Academia de Sommeliers de Venezuela, una escuela que posiblemente está mucho más desarrollada que algunas otras de países vinícolas importantes. Habría, entonces, que extender esa labor a todo el país”.

©Jacqueline Goldberg.
Publicado en la revista Papa & Vino. No. 9. Maracaibo, 2007.

©Foto: Liliana Martínez
Astrid & Gastón
La mejor cocina peruana ahora en Caracas


Partiendo de la impresionante variedad de platillos típicos de la cocina popular peruana, los chefs Gastón Acurio y Astrid Gutsche idearon en 1994 en Lima el restaurante Astrid & Gastón, hoy considerado cúspide de la alta cocina latinoamericana a nivel internacional, con exitosas sucursales en Chile, Colombia, Ecuador, Venezuela, España y próximamente Panamá y México.
El pasado mes de mayo el restaurante cumplió un año en Caracas, coincidiendo con la entrada de “la marca Astrid & Gastón” en el ranking elaborado por la prestigiosa revista inglesa Restaurant de los cien mejores restaurantes del mundo, por segundo año consecutivo encabezado por el Bulli, templo de Ferrán Adrià.
Ubicado en el puesto 72 del listín confeccionado por 651 jueces en más de 70 países, Astrid & Gastón, se ha propuesto adaptar su menú al paladar de los países donde se establece, sin perder de vista su conocimiento de alta cocina, sus técnicas y los ingredientes peruanos por excelencia, que en combinación con productos locales generan una auténtica experiencia gastronómica.
Elías Kayal, gerente general en Caracas, explica que la apertura del restaurante exigió seis meses de estudio del mercado local. Siempre bajo la tutela de Gastón Acurio —considerado el mejor chef peruano del mundo— se produjo un ensamblaje que hoy es conducido por la chef Carolina Rodríguez, quien ha ayudado al arranque de sucursales en otros países. La idea es que a posteriori el restaurante de cada capital —que tiene dueños diferentes en una suerte de franquicia muy supervisada— cuente con un cocinero local especialmente entrenado.
La decoración, vajillas y otros elementos son libertad de los dueños de cada sucursal, pero Acurio y su esposa exigen se respeten ciertos detalles. “Deben mantenerse la áreas de atención al público, que son un salón principal con vista a la cocina; un área de Lounge, que en Caracas por sus exigencias culturales tiene la particularidad de ser más grande de lo normal y el área de cava que es también de comensales”, señala Kayal, responsable del futuro local de Panamá.
El menú de Astrid & Gastón, sofisticado y vanguardista, se apropia de una sinfonía de exquisiteces encabezadas por el infaltable Cebiche peruano, que Acurio defiende como “el mejor del mundo”, servido en varias versiones, entre ellas una con leche de tigre al ají dulce y cilantro y otra con tamarindo. Siguen las fórmulas propias de la coquinaria del país andino: Tiraditos, Causa, Papas a la huancaína, Anticuchos limeños y Chupe. Entre los platos fuertes hay pastas, pescados de aguas venezolanas con salsas y acompañantes contrastantes, carnes rociadas por huancaína, mango o membrillo.
Los postres, que son la especialidad y el gran aporte de Astrid Gutsche, ocupan dos páginas de la carta, sugerentemente clasificados bajo los títulos “La propuesta de la temporada”, “Los chocolates”, “Los reinventados” y “Los de siempre”.

© Jacqueline Goldberg.
Publicado en la revista Papa & Vino. No. 9. Maracaibo, 2007.
Elías Murciano, chef de Citra
Un alquimista judeovenezolano en los fogones de Madrid


Tartar de salmón con guacamole, kilos de infusión de pepino; sopa de alcachofas rustidas con salmonetes y aceite de vainilla; corvina asada con puré de patatas cremoso, acelgas rojas y espárragos trigueros; soufflé de chocolate con espuma de piña y helado de frambuesa; mousse de chocolate blanco con sopa de mango y sirope de granada. Esas son algunas de las fórmulas que propone en Madrid el exitoso restaurante Citra, propiedad de tres emprendedores jóvenes judíos venezolanos. El chef, Elías Murciano, pese a su aún breve edad, se ha fogueado ya en algunos de los más célebres restaurantes del planeta —con los chef Ducasse, Berasategui y Winkler—, siendo su propuesta una exquisita cocina mediterránea de autor, cuya sazón, colorido y calidad la hizo merecedora hace unas semanas del calificativo de “mejor restaurante nuevo de Madrid” por parte del New York Times


Soleada tarde, soleadísima para un otoño tan diluviano. Esas cosas pasan en Madrid. Y pasan, sobre todo, cuando uno se enrumba al lorquiano lugar del duende, el de las raíces que se clavan en el limo.
Citra es lugar de duende, no cabe duda. Y no porque hace poco el New York Times lo catalogara de “mejor restaurante nuevo de Madrid”; no porque lo halaguen los principales críticos gastronómicos de la comarca; no porque el bello barrio de Salamanca le endilgue sus pericias de sosiego. Citra tiene duende porque al mando de sus fogones hay un verdadero artífice de maravillas: Elías Murciano, un jovencísimo chef judeovenezolano, formado en algunas de las más prestigiosas cocinas del mundo, capaz de entusiasmar a sus comensales hasta lo religioso.
El restaurante —en el emblemático número 18 de la calle Castelló— ostenta una gastronomía mediterránea de autor, con acentos franceses y vascos, de la que no se ausentan dejes asiáticos, legados familiares sefardíes y una pícara creatividad rastreable en los días caraqueños de su chef. La atmósfera del local —neoyorkina, íntima, sobria— es obra de los reputados interioristas Ignacio García de Vinuesa y Juan Sobrino.
Citra —en latín “del lado de acá”— es el vocablo idóneo para convocar el espíritu que late en Murciano y sus socios, venezolanos todos y egresados del SEC que, aunque con varios años en España, continúan sintiéndose “del lado de allá”. Geraldine Wahnón e Isaac Bendrao comparten con el chef años de infancia y adolescencia, pero sobre todo ímpetu y ganas de llevar el restaurante a las estrellas —Michelin, claro está—. Mientras Murciano se concentra en el maridaje de productos de muy diversa procedencia, Wahnon y Bendrao cuidan los detalles logísticos y administrativos, y hasta fungen con frecuencia como maitres con el propósito de consentir a su muy selecta clientela.
El restaurante se divide en dos zonas muy bien diferenciadas. En la primera, compuesta por una acogedora barra, cinco mesas y un par de sofás, se sirven de manera informal pinchos y “cocina en miniatura”. Más allá, en el salón formal que acoge a unas cuarenta y dos personas, mesas elegantemente ataviadas permiten la degustación de un menú a escogencia, que propone para este otoño ocho entradas, cuatro pescados, cuatro tipos de carne y cuatro postres. Además cuentan en esta estación con un Menú de degustación y otro llamado Menú de degustación gastronómica, exquisito paseo por las sensuales especialidades de Murciano.

Historia formal de un paladar
Elías Murciano se graduó en el Liceo Moral y Luces “Herzl Bialik” en 1994. Una indecisión vocacional lo llevó a intentar estudios de Derecho y luego de Ciencias Políticas y a pasar una temporada en un kibutz en Israel, donde no por casualidad trabajó en la cocina. Sin embargo, la idea de ser chef no se asomaba entonces, aunque había rotundos indicios de que ese podría ser su destino: “De pequeño, cuando llegaba a mi casa, hacía un merengue italiano con limón rallado y me lo llevaba a mi cuarto para ver la tele. Siempre me gustó la cocina porque mi familia estaba todo el día metida en ella. Mi abuela me inculcaba el comer cosas deliciosas como couscous, calabaza glaseada o cordero. Y las fiestas judías eran celebraciones de comer y comer y comer. Por otra parte, mi abuelo materno tuvo un hotel en Melilla hace cincuenta años y mi abuela materna regentó restaurantes en París y en Argelia, de lo que me enteré hace apenas dos años. Y eso me conmueve por dentro, me hace dar gracias a Dios por esa vena de sacrificio que tengo por la cocina, pues la cocina, aparte de ser un arte, es bastante sacrificada, hay que amarla para estar en ella”.
Un día un amigo le contó a Murciano sus intensiones de ser chef y Murciano de pronto se vio también vestido de blanco. Y ahí comenzó todo. “Nunca antes se me había ocurrido ser chef, aunque me gustaba cocinar e invitaba amigos a comer mis propias preparaciones. Yo era incluso mañoso con algunos productos como la remolacha, que no puedo ni ver, pese a que hoy en día aprovecho su esencia y color para hacer una reducción que mezclo con puré de apio y nabo. Cuando pensé que quería ser chef, me metí de lleno. Llamé a mis padres y les conté. Mi madre se impresionó y mi padre se extrañó. No se opusieron, pero los tenía nerviosos después de no haber empezado ni terminado dos carreras. Ya en ese tiempo mi amigo y hoy socio Isaac Bendrao me preguntaba dónde me veía en diez años y yo le decía que en mi propio restaurante”.
En 1997 Murciano se graduó con honores en el Culinary Art Institute de Florida e inmediatamente viajó a Málaga, donde vivían ya sus padres, pues si de algo estaba seguro era de que deseaba estar en el Viejo Continente. “Europa es la cuna de la buena cocina, aunque Estados Unidos aporte los mejores equipos. Mis maestros me decían que Europa era muy fuerte, que había mucha competencia. Me decían, quédate aquí y te reconocerán a la larga. Pero yo sentía que para mí la historia podía ser distinta, pensaba que cada quien es lo que arriesga. Hoy miro hacia atrás y sigo diciendo que no cambio Europa por Estados Unidos. Hay que ver las cosas con objetividad, y la cocina que yo hago tiene mayor demanda en Europa que en Estados Unidos, por lo tanto, aquí me siento más feliz”.
En la sandunguera Málaga, el novato chef no estaba a gusto y con inquietísimos veintiún años se fue a Nerja, pueblo mediterráneo donde trabajó en un hotel cuatro estrellas. Gracias a su muy particular carearse con las alquimias del fogón, su jefe lo invitó a trabajar en un restaurante en Palma de Mallorca. De regreso a Málaga, gracias a la Junta de Andalucía, hizo un curso con Miguel de Palma y obtuvo el primer lugar entre quince pupilos, lo que le dio derecho a una pasantía de lujo en el restaurante de Martín Berasategui, uno de los grandes renovadores de la cocina vasca y reconocido entre los mejores del mundo.
Con Berasategui estuvo un fructífero año y llegó a ser jefe de una partida de cocineros. Pero en busca de nuevos sabores quiso probar suerte en Francia. Por nuevos giros del destino fue a parar a los mesones del gran Alain Ducasse, el primer chef de la historia en obtener seis de las codiciadas estrellas Michelin a la batuta de dos restaurantes. Ducasse estaba en ese momento en la cúspide de su carrera, inaugurando la carta otoñal de su propio restaurante en el glamoroso hotel parisino Place Athénée, en cuyo equipo fundador estuvo Murciano: “Francia es muy dura, hay mucho trabajo por delante. Me costó mucho asimilar las diferencias entre España y Francia, porque España es un país un poco más campechano y dado con las personas; los franceses son duros, pero son buenos y grandes profesionales en el área de hostelería. En la cocina de Ducasse empecé a saber realmente lo que es la tradición francesa, mezclada con la alta cocina y el mejor producto del planeta. Ducasse utiliza muchos productos franceses, pero también japoneses, italianos, españoles. Él no se casa con nadie. Eso fue un gran impacto para mí, pues estamos hablando de costos muy altos, de que una persona paga por sentarse a la mesa cuatrocientos euros o más. Con Berasategui y Ducasse tuve la oportunidad de saber y conjugar dos teorías y dos prácticas distintas: Ducasse es el genio y la disciplina, Berasategui en cambio es el ingenio innato, es un gran empresario cocinero, pero tiene una particular manera de ver sus platos. Yo respeto a Berasategui como maestro y amigo y lo tengo como referente”.
Al finalizar su aprendizaje con Ducasse, Murciano partió hacia Marbella, donde consiguió trabajar con el estricto tres estrellas Heins Winkler. “Llegué al Lido porque vi en una revista su ambiente, la cocina, los platos. Me presenté con toda la cara dura del mundo y le di a Winkler mi currículum. Era bastante raro este chef, no quería españoles, pero cuando verificó que yo no era español y que tenía cuatro idiomas en la cabeza y había viajado por todo el mundo, me dio la oportunidad, me quería ver cocinar. Me quedé ahí un año. Y justo cuando me fui le dieron la estrella Michelin, cosa que me dio una rabia…”

Nostalgias que conducen
“En el año 2001 de pronto sentí que había pasado demasiado tiempo afuera, que quería estar cerca de los amigos de infancia y del colegio, y esos amigos estaban en Madrid. La aventura que viví todos esos años fue muy importante para mi personalidad, pero me volví melancólico, me pregunté dónde estaban mis amigos, necesitaba de ellos para estar equilibrado. Hice un par de llamadas y resuelto el tema: decidí venirme a Madrid a empezar una nueva vida y tal vez a pensar un restaurante”.
Y dos de esos amigos que fue buscando en Madrid pronto fueron sus socios: “En ese momento yo venía un poco despistado, no tenía mucha idea de esta área y no pensé que los amigos pudieran mezclarse en esto. Pero de nuevo una conversación con Isaac Bendrao nos dio la idea, ésta vez, una para ambos. Siempre tuve claro que quería tener un restaurante propio, me parecía la meta más importante. Y aunque la gente me dijera que tener un restaurante traía problemas, yo seguía insistiendo, costase lo que me costase, yo quería tener mi propio restaurante. Y estoy feliz, tengo un restaurante precioso, luminoso, encantador, con una buena cocina, un buen ambiente, un servicio profesional, unos socios maravillosos”.
Citra se inauguró en septiembre del 2004 con grandes expectativas: “Para la carta inicial no hubo que pensar mucho, porque había un festival otoñal precioso. Y con la emoción y la ilusión se hizo una propuesta. Esa creatividad que ya yo tenía hacía que las manos me picaran a la hora de confeccionar los platos. He tratado de conseguir un equilibrio entre lo máximo de calidad, la temporada que corresponde y una cocina presentable que perdure durante los tres meses de la estación”.
Murciano habla con humildad del oficio, se sienta serenísimo a la mesa de quien esto escribe, aunque con un ojo en el grabador y otro en las puertas que conducen a su templo creador. Dice haber conformado un equipo que le permite, justamente, alejarse por un rato de la cocina. “Sigo formándome todos los días, investigando a través de la prensa, restaurantes, amigos, haciendo pasantías. También salgo a comer, me informo a diario sobre restaurantes nuevos y viejos, para ver si estoy detrás o delante. Los cocineros debemos ir todos juntos delante, porque a quien sale más adelante le cortan la cabeza. Por eso, los chef de los jóvenes restaurantes de Madrid somos todos amigos, compartimos recetarios, salimos a comer juntos, no tenemos secretos, avanzamos en grupo”.
¿Y los iniciáticos sabores de la casa, el pasado, dónde quedan? “Vi a mi madre muchas horas metida en la cocina dirigiendo. Y yo en una esquinita, montando un merengue italiano para llevármelo a mi cuarto. Uno es a nivel gastronómico lo que se formó en la casa. Los maestros pueden influir, pero quien educa el paladar es la madre, comilona tras comilona. Sin embargo, hoy en día mi madre y yo ya no podemos estar juntos en una cocina. Ella dirige mucho, es mi primera fan pero también mi primera crítica, es muy exigente. No compartimos recetas porque siempre uno trata de superar al otro”.

Del futuro, la espera
En lo inmediato Elías Murciano experimenta sobre un platillo que llevará rape —monkfish, pescado de consistente carnosidad—, puré de apio y remolacha, con almejas y vinagreta acidulada. Para luego le gustaría hacer una familia con todas las de la ley. Pero mientras aparece la persona ideal —valga aquí la justa propaganda para este provocativo soltero nacido en 1977—, se concentra en el futuro de Citra y su formación gastronómica: “Quiero que esto sea bueno, intenso y perdurable, que es lo más importante. Lo primero que hay que hacer es levantar el restaurante totalmente y empezar a ver por otros proyectos. Lo ideal para un chef es tener un restaurante mimado y otro par de sitios para tener mayor proyección, quizá en otro lugar del mundo”.

© Jacqueline Goldberg.
Publicado en Nuevo Mundo Israelita, 2003.