Anthony
Bourdain
se confesó en Caracas
se confesó en Caracas
© Jacqueline
Goldberg
Incontenibles
son las pasiones que desata Anthony Bourdain a favor y en contra. Su llegada a
Venezuela estuvo precedida por una expectativa sin parangón: se le anunciaba
por doquier como a un gurú; una colosal valla publicitaba al final de la
avenida principal de Las Mercedes su conferencia “Confesiones de un chef”;
doscientos fanáticos pagaron casi dos millones de bolívares por verlo en vivo
el pasado 23 de agosto en el Hotel Tamanaco, donde compartió flashes y
discursos con los chef venezolanos Sumito Estévez y Edgar Leal, gracias a una
alianza de The Media Office y Absent Papa.
Anthony
Bourdain es una estrella. Él lo sabe. Por eso posa coqueto frente a las cámaras,
se da el gusto de decir lo que le da la gana y salta todos los
convencionalismos en su serie televisiva Sin Reservas, que transmite el canal
Travel and Living.
Patrón del
restaurante neoyorquino Les Halles y autor del controversial libro Confesiones
de un chef —en el que no faltan apuntes sobre su antigua adicción a las drogas
y la violencia en las cocinas de los restaurantes— escandaliza al mundo
gourmet, que cada semana lo ve de reojo degustar bocados de dudosa procedencia,
sin que le importen la salubridad o calorías del mismo: “Soy un testigo, no una
autoridad ni un crítico, ni un experto. Soy un tipo afortunado que tiene el
mejor trabajo del mundo. Si tengo una misión, es tratar de divertirme lo más
que pueda. Por eso cuando viajo lo hago conciente de la suerte y el don que
tengo. Como chef no tengo ninguna responsabilidad social. No me interesa si mi
comida es buena, si es saludable, si es costosa o si se le hace daño a un
animal. Mi responsabilidad es que sea la comida más sabrosa que puedo hacer y
que quizá además aumente la posibilidad de una buena noche sexual luego de
probarla. Es todo”.
Bourdain
recalcó en una rueda de prensa en Caracas —en la que además de periodistas había
cocineros, curiosos y hasta un niño fanático de sus proezas culinarias— que el
mundo gastronómico ha dado un vuelco inaudito: “Antes los restaurantes eran
vistos como un refugio a los que la gente iba a hablar de libros, teatro o
cine, ahora van a hablar de comida. Creo que no se puede ser tan analítico con
lo que se come. Cocinar es un acto de dominio y comer un acto de sumisión”.
En su libro —traducido
a veintitrés lenguas—, se confiesa un buscador de sensaciones, “un sensual
hambriento de placeres, siempre con el afán de provocar, divertir, aterrorizar
y manipular. Siempre con el afán de llenar ese lugar vacío de mi alma con algo
nuevo (…) La vida de cocinero ha sido para mí un largo enredo amoroso, con
momentos tanto sublimes como ridículos. Nunca he lamentado el inesperado giro
de mi vida, que me hizo caer en el oficio de los restaurantes. Siempre he creído
que la buena comida, el buen yantar está por encima de todo riesgo”.
Publicado en
la Revista Papa & Vino, 2007
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